lunes, 14 de abril de 2014

Álbumes familiares

Esa es mi foto favorita en la Tierra. El niño es mi hermano, debe tener un año, y yo tres o cuatro. Mi padre alrededor de 30. Él sonríe, pero no está eufórico. Es más bien una alegría contenida, una sonrisa de Monalisa. Es el único que mira a la cámara. Mi hermano y yo miramos hacia la esquina izquierda de la foto. Mi hermano parece que estuviera entretenido con el perro fuera del ángulo, pero en casa no había perro por aquella época. Tiene los ojos llorosos. Aunque eso no es una novedad, mi hermano siempre tuvo los ojos irritados, por sus habituales conjuntivitis, o por todo lo que lloraba.

Por el contrario, yo no estoy interesada en la foto ni en el perro invisible. Más bien pienso, reflexiono. Cómoda y segura en brazos de mi padre pero con la cabeza muy lejos de esa situación. Estoy ocupada analizando algo más serio, parece. Siempre tuve la mirada triste.

No sé por qué me gusta tanto esta foto, si ahora, al analizarla, me parece tan triste. Quizás acabábamos de tener uno de esos momentos complicados de llanto, discusión o regaño que tienen los niños. Pero quizás el instante congelado en la foto es justamente esa calma que sigue a la tormenta, esa reconciliación automática que se activa cuando tu padre vuelve a auparte.

Ahora, en medio del huracán presente, cierro los ojos y me traslado mentalmente a casa de mis padres. Como hice miles de veces, bajo al sótano y busco los álbumes familiares que están en la estantería de la izquierda. Los voy abriendo uno por uno, y de forma cronológica. Y con los dedos de la mano derecha recorro cada foto, cada borde de la página y vuelvo a mi infancia. Infancia que comienza mucho antes de que yo hubiera nacido, con el primer álbum de cuero marrón en las que aparecen fotos de mis padres con veinte años. Ellos de novios, sus amigos y sus viajes. Fotos en tonos marrones, pasteles, rosados. Fotos vintage de sonrisas, almendros en flor y lentes caleidoscópicas que multiplican su beso en la playa por 6 u 8.

Luego viene el álbum más oscuro casi negro y pesado con el reportaje de bodas y la luna de miel. El siguiente, está dedicado en exclusiva a mis primeros dos años, es todavía de cuero marrón claro, mientras que el cuarto, que empieza con el nacimiento de mi hermano, ya es de cartón pero que en su diseño imita el cuero.

Cuando termino de repasar mentalmente la última página, cierro el álbum y lo coloco en la estantería de la izquierda. Acaricio una vez más los lomos de los libros de toda esa fila y me alejo. Subo la escalera, salgo de la casa, despego los pies del suelo y vuelvo a Montevideo. Abro los ojos y me rodea la redacción.

Entre las manos tengo la foto. Yo sostengo a mi padre. Mi padre nos sostiene a nosotros.

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